“Ha una bella nuca, pottrebe fare dal cinema"
Michelangelo Antonioni

Ver a una leyenda del cine, no en película ni en foto, sino ahí delante tuyo, puede resultar excitante y en algunos casos hasta divertido. Así fue como yo vi a
la Vitti, la musa del maestro
Antonioni, el Miguel Ángel del séptimo
arte: Una mujer alta corriendo por los pasillos de un palacio y un enjambre de fotógrafos persiguiéndola. En ese momento no supe quien era, solo observé una cabellera rubia flameando por la velocidad del cuerpo que la impulsaba y una tormenta de flashs reverberando en sus rizos. Mi curiosidad se despertó y me fui detrás de los paparazzis, pero sin cámara.
Un día de estos mientras repasaba ese magnífico film llamado
El Eclipse (1962), protagonizado por la inmortal Monica Vitti y por un Alain Delon casi adolescente, rememoré esa escena. Me trasporté al año 90, destino: "La Côte d'Azur". Recordé el mediterráneo obsesivamente azul frente al hotel Majestic de Cannes y su brisa salobre me acarició de nuevo el rostro mientras caminaba por las ásperas arenas de la playa adyacente al “Palais des Festivals”, la misma playa donde tanta
starlette se hizo fotografiar inútilmente ansiando ser descubierta por algún afamado director. ¿Cuántas otras no se habrán entregado ahí mismo a algún productor proxeneta?
Pero
la Vitti no era cualquier
starlette. Hace tiempo había dejado de llamarse Maria Luisa Ceciarelli y ahora disfrutaba de la gloria. Ella era “La Avventura”, “Il Deserto Rosso” y por supuesto también era “L’Eclisse”, ella era el ingrediente clave de la mejor cosecha antonionesca. Su talento luego serviría a Vadim, a Buñuel, a Losey, a Monicelli, a Scuola y a una larga lista de directores que no acabaría de nombrar y que sin duda hubieran agradecido el ojo avizor del gran maestro italiano cuando descubrió que su hermosa nuca estaba destinada al cine. Por mi parte, cuántas veces no habré visto “La Avventura” y admirado la belleza enigmática de esta mujer, su rostro alargado, su boca inefable y sus ojos de gacela reflexiva. Pero una cosa es el lente de la cámara de Antonioni y otra la mirada humana, una cosa son los veinte años con maquillaje y otra la cincuentena sin misericordia. Por eso yo no había reconocido a
la Vitti mientras huía de los fotógrafos. Cuando finalmente la horda furiosa la arrinconó en un ángulo obtuso del Palacio de los Festivales y yo me abrí paso entre los bárbaros del flash para observar mejor aquella presa acribillada a punta de obturadores, me maravillé al ver que se trataba de ella, de
la Vitti. Mucho más vieja claro, pero siempre una mujer exquisita y radiante. Delante de mis ojos, apenas a un par de metros, ella desplegaba su sonrisa cautivadora y yo respondía con una ráfaga de metralla neuronal con la intención de disecarla para siempre en mi memoria.
Después lo supe,
la Vitti había ido al Festival de Cannes ese año para presentar una película dirigida por ella: “Scandalo Segreto”. Creo que me peleé con alguien para obtener entradas pero en realidad fue inútil,
la Vitti estaba hecha para enamorar las cámaras, no para dirigirlas.
Tarde en la noche, pasada la ensoñación, fui a devolver la copia que había alquilado de El Eclipse. En la estantería del videoclub otras películas protagonizadas por la Vitti exhibían sus fotos en la carátula como para atraer mejor a improbables clientes. Yo pensé en ella, en el maldito alzheimer que la roe. Pensé en el fugaz instante en el que habíamos coincidido en tiempo y espacio para respirar acaso algunas moléculas del mismo aire. Fue en una vida ya eclipsada para ambos.