Milagro en tanda de 7
Tal vez suene feo decirlo y seguramente a más de uno le voy a caer mal o le voy a resultar patético con este post (si es que llegan a leerlo), pero ayer tuve una buena idea de la medida de mi soledad. ¿Y cómo hice para medir eso? Bueno, fue involuntario, sencillamente fui al cine a ver la que considero una de las películas más fascinantes de TODA la historia de cine (lo mismo puedo decir si uso como contexto La Historia del arte): Me refiero a Andrei Rubliov, mítica cinta del director ruso Andrei Tarkovski. Antes de continuar debo dejarlo claro: a Tarkovski yo lo AMO (ver aquí las entradas en este blog que se refieren a él). He tenido la suerte de haber visto todas sus películas varias veces (y no en DVD sino en salas), y también he leído y releído ese evangelio cinematográfico que escribió llamado “Esculpir en el tiempo”, que más que un libro sobre el cine es un libro sobre la profundidad de la vida y el verdadero arte. Lo digo sin ambages, para mí Tarkovski es el más grande director de todos los tiempos, el más excelso poeta del cine y uno de los tres grandes maestros de mi vida junto con Buda y Jesús. ¿Exagero descaradamente? No. Ríanse o llámenme loco o subnormal… acaso verborreico ditirámbico. Poco me importa. Cuando yo me hago una idea la experiencia artística más elevada, es decir de una forma de espiritualidad integral que se encarna a través del goce estético, no pienso en Miguel Ángel o en Da Vinci, pienso en Tarkovski. Él es el exigente tamiz con que separo el grano de la paja en el arte.
¡Alto!... Yo empecé hablando de la medida de mi soledad, no de mi devoción por el cineasta ruso. ¿Cómo se relacionan ambas cosas? Sencillamente porque ayer que fui al cine a ver esa obra maestra ¡Yo fui la única persona en la sala! ¡Era tanda de 7 y no había nadie más! Yo estaba a solas con el más grande, como si de una audiencia privada se tratase. Fue algo inédito para mí… ¡Una inesperada epifanía!
¿Qué se hace en esos casos? No se otros, yo me planto frente a la pantalla como quien se hinca ante un altar… Con actitud de elevar una solemne plegaria. Pero no cierro mis ojos, sino que los abro lo más que puedo, lo mismo que mis oídos, para no dejar escapar la más ínfima partícula del misterio y de la belleza única que transmiten las imágenes y los sonidos. Luego, naturalmente, me dejo ir a una catarsis aprovechando al máximo la soledad y la concentración. Y como en toda buena catarsis "me ilumino" en alguna medida, descubro cosas inéditas e inauditas, veo la cinta de otro modo y me veo yo de otro modo, a pesar de que ni ella ni mi yo me sean completamente desconocidos.
Al surgir de esos insondables mares, al volver a tierra luego de un paseo sideral que tuvo lugar en mi mente y en mi corazón, no puedo dejar de preguntarme: ¿Cómo es que nadie más vino a ver ésta maravilla inefable? ¿Dónde están los estudiantes de cine? ¿Dónde los amantes de las artes? No había absolutamente nadie. Solo la cinta y yo… ella desfilando con su traqueteo de maquinaria imperfecta y su blanco y negro como un milagro de tres horas y yo: espectador embelesado y singular… Fui el único testigo ayer en tanda de 7, nadie más la vio ni la oyó. ¡No es justo! Qué desperdicio de función y de espacio. ¡Qué gran error! ¿No habían allí acaso unas cien butacas desocupadas? Ayer, a esa hora al menos, fui el único elegido de la gracia, el ungido. ¡Qué tristeza! ¡Qué soledad más grande!
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